15 de Julio de 2014
Posteado por Bodega Lagarde en General

Recuerdos descorchados

Conocí Lagarde en mis absolutos comienzos como periodista de vinos y gastronomía. Trabajaba con Miguel Brascó en la originaria Cuisine & Vins, donde escribía sobre viajes, restaurantes y productos, muchos etcéteras. El rubro enológico se lo reservaba Miguel. Casi a fines de los 80 me propusieron asociarme a  un grupo que compraba espacios en el entonces leidísimo diario Ámbito Financiero. Allí sí, siendo la única periodista del grupo me despaché con comentarios sobre los vinos que probaba, entonces poquísimos en Argentina. Antes, en mis merodeos bohemios por el mundo había probado bastantes vinos europeos. Muy de vez en cuando, algún grande, sino las pichet de los bistrós parisinos, o la jarra de Rioja en Madrid. El vino no estaba de moda. Era, simplemente. Una de las bodegas que teníamos como cliente en esa Sección del Diario Ámbito Financiero, llamada Homini, fue Lagarde. En esos años la bodega era un hobby familiar de los Pescarmona, los vinos eran para los amigos. Y en Buenos Aires se distribuían por venta directa. Eso es lo que transmitía: las virtudes de vinos diferentes y la posibilidad d tener esos vinos en casa. Fue en esos años que visité por primera vez Lagarde, la vieja bodega, un châteaux rodeado de viñedos antiguos. En un muy informal viaje de prensa organizado por amigo mendocino, visitamos la bodega, esa vieja casona tan mendocina, con sus grandes toneles, su patio, el horno de barro. En mis recientes vistas, la veo cada vez más linda, aunque mantiene siempre el estilo, no un falso antiguo como diría ese gran amigo Brascó. No se tocó lo esencial, pese los cambios y a la incorporación de un restaurante delicioso donde siempre comí muy bien. El lugar sigue manteniendo su alma.

En todo caso, sobrevive un inolvidable descriptor para un Merlot, no era época de descriptores-lugares comunes, no existían sommeliers, los enólogos transmitían sus percepciones sobre aromas y sabores y una los encontraba o no. El rollizo, simpático enólogo, a quien dos jóvenes periodistas bautizaron Legord de Lagarde, me hizo probar un Merlot: Dulce de leche, anunció. ¿Cómo dulce de leche? Es vino. Entendimos inmediatamente muy bien lo que quiso decir, aparecía, delicadamente en los aromas del vino, la vainilla mezclada con algo de nuez, algo láctico. No solo le creímos. Lo sentimos. Después vendrían infinitas descripciones, en las que por imposibilidad de describir ese centelleo inefable, indescriptible del vino, también recurrro a la hora de redactar las reseñas para mi guía de vinos. Son esos comentarios que confunde al consumidor: desde vahos de piedra húmeda hasta aromas a lichee, fruta casi ignota en estas latitudes. Si no encuentran piedra o lichee en los vinos, ante la gran confusión, cantidad de vinos idénticos y ríos de comunicación, los amantes del vino se confunden. Terrible. Pero aquel descriptor dulce de leche para un Merlot percibido en un marco emocionante, un raro mediodía invernal y gris en Lujan de Cuyo enunciado por Legord de Lagarde, quedó para siempre en el recuerdo sensorial. Debo decir que no me gusta el dulce de leche, el Merlot, aquel Merlot de Lagarde y los que los siguieron, sí.

Elisabeth Checa

 

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